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Variaciones
sobre Weber y
el politeísmo de los valores:
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La cuestión que analizan Alain Renaut y Sylvie
Mesure en su obra La Guerra de los Dioses es precisamente qué valores se pueden reivindicar en un mundo desencantado,
cómo llegar a unos valores compartidos en las sociedades plurales e
individualistas de nuestro tiempo.1 Pensar la moral y los valores
comunes en la era democrática se ha vuelto un problema, y la ciencia nada puede decir sobre la cuestión de los valores. Max Weber
sostenía que la ciencia no puede ni debe afirmar juicios de valor y que, por tanto, no tiene por sí misma un sentido
trascendente ni su propósito consiste en descubrir el sentido de la vida y del
universo: «¿Cuál es el sentido que hoy
tiene la ciencia como vocación? La respuesta más simple es la que Tolstoi ha
dado con las siguientes palabras: La ciencia carece de sentido puesto que
no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué
debemos hacer y cómo debemos vivir».2 Y sin embargo, Weber no niega
que la ciencia tenga un valor, lo cual tampoco puede ser demostrado
científicamente. Max Weber no sostiene que la ciencia moderna haya logrado
zanjar para siempre las cuestiones sobre los valores ni que el hombre de
ciencia se haya liberado de toda «relación» con los valores.3
En este ensayo analizaremos la
ciencia como vocación en relación con la vocación o profesión del escritor, así
como el conflicto entre los valores como el horizonte insuperable de la
modernidad, tal como sostiene Weber, y por otro lado, la profesión o vocación
del escritor como creador de sentido y de valores morales en un mundo
desencantado. Examinaremos la figura del escritor comprometido con la esfera
política, como es el caso de Jean Paul Sartre, frente a un escritor más comprometido
con la ciencia, como Claude Lévi-Strauss. No es nuestro propósito delimitar
claramente las dos esferas de lo político y de lo científico; no obstante, en
la base del pensamiento político de Hannah Arendt, el triunfo de la ciencia
moderna ha supuesto un olvido de la política, siendo lo político para Arendt el
espacio público donde los hombres actúan y hablan conjuntamente sin violencia
ni coerción,4 mientras que lo político para Weber es precisamente el
ámbito del dominio por medio de la fuerza y de la violencia (legítima)
monopolizada por el Estado. Weber define el «poder» como el ámbito de la acción
instrumental con arreglo a fines.5 Ambos pensadores, Weber y Arendt,
afirman y sostienen la distinción entre lo político y lo científico.
Analizaremos la distinción que
establece Max Weber entre la vocación del científico y la del político, entre
el hombre de acción y el de ciencia. Estas dos vocaciones no corresponden
exactamente a la distinción que hace Hannah Arendt: por una parte, la vida
activa, y por otra, la vida contemplativa.6 Para Weber, el verdadero
dilema del mundo moderno es la separación trágica entre dos éticas que no
pueden ser reconciliadas, sino que sumergen a la humanidad en un eterno
conflicto de valores, ya sea la ética de la convicción o la ética de la
responsabilidad.7
Max Weber, en su ensayo El político y el científico, sitúa al
hombre moderno en la tesitura de una gran decisión, cuyo punto de partida es la
confrontación entre valores incompatibles e irreductibles que sumergen al
hombre moderno en unos dilemas que no pueden ser resueltos por la razón, o por
la ciencia, sino por un acto irracional de la voluntad. En este, Weber
distingue dos vocaciones que reflejan valores y visiones del mundo
incompatibles entre sí, sumiendo al hombre en una situación trágica,
irreversible, y por tanto, en una guerra interminable que sólo puede zanjarse
por medio de una decisión irracional, a favor de uno de los valores en
conflicto, sin posibilidad de reconciliación entre los valores en cuestión.8
El principio de un conflicto
entre los diversos sistemas de valores: para retomar la bella expresión de Max
Weber, el riesgo se perfilaría como una especie de «guerra de los dioses»
generalizada, en el sentido de un enfrentamiento entre los diferentes sistemas
de normas y de ideales —normas e ideales que los pueblos de otras épocas
encarnaban en los dioses de sus panteones.9
Max Weber expone esta «guerra de los dioses» de
tal manera que, en referencia a los valores últimos del hombre, no hay ninguna
ciencia ni racionalidad capaz de superar o resolver esta lucha interminable
entre los valores:
Por supuesto, las ideas que
estoy exponiendo aquí ante ustedes derivan de un hecho fundamental, el de que
la vida, en la medida en que descansa en sí misma y se comprende por sí misma,
no conoce sino esa eterna lucha entre dioses. O dicho sin imágenes, la
imposibilidad de unificar los distintos puntos de vista que, en último término, pueden tenerse sobre la vida, y en
consecuencia, la imposibilidad de resolver la lucha entre ellos y la necesidad
de optar por uno u otro.10
Por tanto, Max Weber asume la modernidad como
un «desencantamiento del mundo»11, que implica, por un lado, el
avance del conocimiento científico y objetivo de la naturaleza, y por otro, la
afirmación o la constatación del «politeísmo de los valores» que escapan y
trascienden a la razón humana y a la ciencia:
La racionalidad científica
no puede, ni de hecho ni por derecho, resolver todas las cuestiones que se
plantea el espíritu humano: las que escapan por principio a la racionalización
científica deben en consecuencia ser abandonadas a la irracionalidad de una
elección o decisión que nunca podrán ser asumidas por ninguna ciencia.12
Weber, en base a esta visión
de la «guerra entre los valores» que no tiene ninguna base racional, coloca al
hombre en la situación de tener que decidir de manera irracional entre valores
incompatibles e inconciliables. Frente a esta visión «trágica» de la cultura, o
mejor dicho, de las culturas o de los valores eternamente enfrentados entre sí,
en el sentido weberiano y nietzscheano que acabamos de exponer, ¿es posible
concebir la cultura en otros términos, como reconocimiento o reconciliación, y
en última instancia, como reversibilidad? En este ensayo analizaremos la visión
«trágica» de la cultura a través del dilema que analiza Weber entre el científico
y el político. En segundo lugar, la visión «dramática» y «reconciliadora» de la
cultura que rompe con la tensión trágica, y que al mismo tiempo, nos abre la
posibilidad de una unidad o una reconciliación entre los hombres.
Esta otra visión «dramática»
de la cultura, como reconocimiento y reconciliación, la define muy
apropiadamente Eugenio Trías para el tema que nos ocupa en su obra Drama e Identidad.13 Trías, en esta obra, distingue dos
tipos de viaje y de viajero —el dramático y el trágico— según se presuponga o no
una meta o fin último de la vida y del hombre:
Hay en suma, dos
modalidades de viaje y de viajero. La primera supone la pérdida del hogar, el
extravío por una selva selvaggia, la
pérdida del centro de gravedad y de orientación. Pero supone también la
presencia del atajo o del acompañante que conducirá al extraviado, a través del
infierno y purgatorio, a un desenlace celestial (y todo desenlace, por «trágico
que sea, es siempre celestial») Santa Teresa compara nuestra vida «a un mal
viaje en una mala posada». La figura del peregrino, del homo viator es congénere al pensamiento cristiano. Pero ese mal
viaje, esa peregrinación, tenía siempre su Compostela o su Jerusalén. Por eso
la vida en este «valle de lágrimas» era considerada un drama. Efectivamente, un drama, pero en ningún caso una tragedia.
Ahora bien, pertenece a nuestra sociedad, a nuestra cultura, a nuestra urbe,
una modalidad de viaje y de viajero que carece de meta y de punto de partida,
de finalidad y de principio, de necesidad y de legalidad, de referencia a
ningún centro, a ningún hogar. Joyce, Kafka, Beckett son los vates que nos
cantan esa modalidad trágica de viaje
y de viajero.14
Esta visión de la cultura y de la literatura
moderna atrapada, según Eugenio Trías, en el entramado trágico sin meta ni
solución racional (o desenlace dramático), no nos permite obviar o pasar por
alto el dilema del hombre moderno tal como lo plantea Weber, como una guerra de
los dioses, como una guerra insoslayable entre los diferentes sistemas de
valores, que expresa al mismo tiempo el relativismo axiológico y el politeísmo
de los mismos. En primer lugar examinaremos la relación entre el filósofo y el
escritor asumiendo la situación trágica del hombre moderno, tan bien
desarrollada por Nietzsche y por Max Weber.
La derrota del
pensamiento y la coronación del escritor
En este apartado, empezaremos exponiendo la
tesis de Hannah Arendt, la cual parte de una separación tajante entre el
filósofo y el escritor, entre el pensamiento del primero y la obra intelectual
del segundo. Tal distinción la establece Hannah Arendt de una manera muy
esclarecedora en su obra La Condición
Humana:
…el pensar no deja nada
tangible. Por sí mismo, nunca se materializa en objeto. Siempre que el
trabajador intelectual desea manifestar sus pensamientos, ha de usar sus manos
y adquirir habilidad manual como cualquier otro trabajador. Dicho con otras
palabras, pensar y trabajar son dos actividades diferentes que nunca coinciden
por completo; el pensador que quiere que el mundo conozca el «contenido» de sus
pensamientos, lo primero de todo ha de hacer una pausa y recordar sus
pensamientos. Tanto aquí como en los demás casos, el recuerdo prepara lo
intangible y lo fútil para su final materialización; es el comienzo del proceso
de trabajo y, al igual que la consideración del artesano sobre el modelo que
guiará su obra, su etapa más inmaterial […] La específica cualidad del trabajo
intelectual no se debe menos al «trabajo de nuestras manos» que el de cualquier
otra clase de trabajo.15
Desde el punto de vista de la autora, el
pensamiento del filósofo y la actividad del escritor están totalmente separados
en la medida en que el escritor hace uso de la habilidad de sus manos, y por tanto,
su actividad es considerada un «trabajo» que posee una finalidad —desemboca en
un producto material, una obra o un libro—, mientras que el pensamiento es por
definición una actividad del espíritu —inmaterial y no mundana— y por tanto,
que no tiene como finalidad la producción de un objeto independiente del hombre
o del sujeto. En este sentido, el pensamiento es para Arendt una actividad
intransitiva, sin objeto ni finalidad externa; por el contrario, la actividad
intelectual del escritor es una actividad transitiva que termina y finaliza con
una obra mundana, en este caso un libro, el cual podemos identificar como un
objeto independiente de su autor. No obstante, Hannah Arendt no excluye la
posibilidad de comunicar a través de la escritura los propios pensamientos,
aunque sostiene que en el proceso de escritura el filósofo debe detener o
cancelar su propio pensamiento. «Escribir» implica para la autora dejar de «pensar»,
aunque la escritura no impide el recuerdo de los propios pensamientos. ¿Es tan radical la separación entre el filósofo y
el escritor como parece deducirse de la tesis de Hannah Arendt? Arendt
establece una distinción entre el pensamiento y la ciencia, y otra entre el
pensamiento y la actividad intelectual del escritor.
Esta autora, en su última obra
titulada La vida del Espíritu, empieza
con una cita de Heidegger: «El pensar no
aporta conocimiento como hacen las ciencias. El pensar no produce sabiduría
práctica útil. El pensar no resuelve los enigmas del universo. El pensar no nos
involucra directamente con la capacidad de actuar».16 Heidegger
define el pensamiento como una actividad del espíritu, como hiciera Platón y la
filosofía cristiana, pero ya no con la posibilidad de alcanzar las verdades
eternas de la metafísica tradicional; a partir de la crítica de Kant a la
metafísica ya no podemos afirmar de manera segura que el hombre tiene acceso a
un conocimiento del mundo inteligible, del mismo modo que posee órganos para
conocer el mundo sensible. En cierto modo, Heidegger sostiene que en el mundo
moderno se ha producido lo que Finkielkraut denomina con sus propias palabras «la
derrota del pensamiento».17 La actividad del escritor para Hannah
Arendt es una actividad mundana que implica una cancelación del pensamiento.
Por otra parte, en el proceso de secularización y de declive del poder
espiritual de la religión en Europa, se ha producido en la modernidad, desde la
Ilustración hasta el Romanticismo, lo que Paul Bénichou ha denominado «la
coronación o sacralización del escritor». Bénichou analiza en su obra Le sacre de l’écrivain18, la nueva concepción del escritor en la
Francia de los siglos XVIII y XIX, en un mundo desencantado, y no obstante, con
anhelo de absoluto:
Bajo el Antiguo Régimen, el
poder espiritual estaba determinado a emanar de la Iglesia, incluso si en la
práctica las autoridades civiles podían actuar a sus anchas. Desde la mitad del
siglo XVIII, otro grupo social, los hombres de letras, aspiran a reemplazar a
los sacerdotes en esta función, aspiran a lo que Paul Bénichou ha llamado «lo
sagrado del escritor». Al día siguiente de la Revolución, este sueño puede
parecer que está al alcance de la mano, pues la Iglesia cristiana ha perdido
sus prerrogativas. Después de la caída del imperio napoleónico, el cual no
había permitido a los hombres de letras acercarse al poder, una primera
generación de escritores —Hugo, Michelet, Lamartine— pueden intentar erigirse
en maestros espirituales de sus contemporáneos […] Cuando la fe falta a los pueblos, exclama Victor Hugo, les hace falta el arte. A falta de profetas, el poeta (Notas
explicativas de las Voces Interiores).19
La tradición filosófica francesa se define
particularmente por la gran calidad literaria de sus grandes pensadores y
filósofos. En dicha tradición no es nada sorprendente que grandes filósofos
destaquen además como grandes escritores. La filosofía francesa ha permitido en
su larga tradición una coexistencia íntima y fructífera entre la filosofía y la
literatura. El autor que ha defendido esta natural interrelación entre el
pensamiento y la cultura literaria ha sido de manera destacada el historiador
de la literatura Paul Bénichou, quién analizó de manera magistral en sus
diversas obras los momentos históricos que configuraron y dieron origen en
Francia a «la sacralización del escritor». Frente a la actividad mundana del
escritor que escribe «con sus manos» según Hannah Arendt, se abre la
posibilidad de la figura sagrada del escritor que imprime en sus obras grandes
pensamientos e ideas.
Bénichou, frente a la larga
tradición «esteticistas» y «formalista» de la literatura, analiza la literatura
por las ideas y los valores que transmite.20 Todorov resume con
estas palabras la postura de Paul Bénichou:
Para definir el objeto de su
trabajo, usted ha rechazado las dos definiciones más influyentes de la
literatura: la «clásica», más exactamente de Aristóteles, según la cual la
poesía es una representación mediante la imagen, etc.; y la «romántica», según
la cual la poesía es un uso intransitivo del lenguaje, un arte del lenguaje. Usted
partió de otra concepción de la literatura, mucho más amplia, donde nada la
separaba brutalmente de «todo lo que se escribe para el público» […] La
literatura es arte, pero también es otra cosa, por lo que se relaciona, no con
la música y la danza, sino con el discurso de la historia, de la política o de
la filosofía […] un escritor generalmente acredita valores. La literatura es
un medio para tomar posición frente a los valores de la sociedad; digamos de
una vez que es ideología. Toda
literatura ha sido siempre ambos, arte e ideología […] La literatura está considerada principalmente como portadora de ideas,
(Le sacre de l’ecrivain, 1973, p.
18), y declara interesarse únicamente por las
ideas que la literatura transmite.21
Bénichou no afirma que la literatura se reduzca
a la filosofía, sino que en las obras literarias podemos encontrar grandes
ideas y pensamientos que tienen un valor propio y que reflejan un mundo de
valores que corresponden a las categorías morales de una sociedad determinada.
En su obra Morales du grand siècle, el
autor francés analiza la literatura y la filosofía del siglo XVII como una
fuente de valores y de principios morales de una sociedad, que no forman un
sistema unitario sino una constelación de diferentes morales que coexisten y
pugnan entre sí.22 La literatura, por otro lado, es la expresión de
los valores universales del hombre, aunque lo propio de la humanidad sea
precisamente la diversidad de los valores que sitúan al hombre en un contexto
histórico y social determinado.
Paul Bénichou afirma la
posibilidad de encontrar en las grandes obras maestras de la literatura la
expresión de valores que tienen un alcance universal. Para este autor, cada
obra literaria es una obra espiritual de la humanidad que posee un valor
universal. ¿Pero qué sucede cuando los hombres pierden la capacidad para
reconocer y valorar las grandes obras del espíritu? Tal es la cuestión que se
plantea Finkielkraut en su obra La
derrota del pensamiento. Dicha derrota del pensamiento se produce en el
momento en que los filósofos o intelectuales desprecian lo universal a favor de
lo particular, y abrazan la propia cultura y los productos culturales del
momento. Desde el ataque a la Ilustración llevada a cabo por el Romanticismo y,
concretamente, a partir de las diferentes concepciones del nacionalismo que se
originaron a partir del concepto de Volksgeist de Herder, hasta la sacralización de la cultura y del mestizaje cultural en
la era posmoderna; desde la afirmación de cada cultura como un valor en sí
mismo (Herder), hasta la defensa de la igualdad de todas las culturas en las
sociedades multiculturales, todo ello constituye para Finkielkraut el reflejo
de la misma pendiente igualitaria propia de las sociedades democráticas
modernas. La traición de los intelectuales, según Julien Benda,23
consiste en la renuncia a las ideas universales del espíritu, lo cual ha
derivado según Finkielkraut en la consagración de la diversidad cultural como
nuevo modelo de la sociedad pluricultural y posmoderna.24 No obstante,
Finkielkraut no sólo dirige su crítica contra el romanticismo alemán como
origen de la derrota del pensamiento occidental, sino también contra la deriva
individualista de las sociedades democráticas modernas.
El igualitarismo de las
sociedades democráticas ha promovido, como sostiene Tocqueville, el individualismo
y el atomismo social.25 Finkielkraut se opone a la apología
neo-tocqueviliana del individualismo contemporáneo tal como se manifiesta en
diversos autores como Marcel Gauchet y Gilles Lipovetsky.26 Finkielkraut,
como E. de Fontenay, o novelistas como Milan Kundera y D. Salenave, ve en la
modernidad —cuya pendiente democrática e individualista parece irrefrenable— no
el reflejo de una emancipación verdadera, ni el apogeo de una cultura superior,
sino por el contrario, la destrucción de todos los valores del espíritu, y por
tanto, la aparición de una nueva forma de barbarie al servicio de la
satisfacción inmediata de las necesidades y de los placeres de los individuos.
Se trata, en palabras de Renaut, de la barbarie del «individualismo democrático»27,
la cual tiende a rebajar cualquier autoridad, tal como se refleja en el lema
populista del siglo XIX: «un par de botas vale más que Shakespeare».28 ¿No es precisamente, como sostiene Hannah Arendt, la capacidad de escapar y de
trascender el ciclo vital de las necesidades lo que define a la cultura?29 En una visión paralela a la de estos autores neo-heideggerianos, aunque desde
una posición menos hostil a la modernidad y a sus implicaciones democráticas,
Hannah Arendt también acentúa en su obra la tesis de una pérdida en la
modernidad del sentido positivo de la idea de autoridad.
En su obra La crisis de la cultura, Hannah Arendt
se plantea recuperar el sentido antiguo de «autoridad» como verdadero pilar de
la cultura y de la civilización.30 No obstante, la pérdida de
autoridad en el mundo moderno no sólo es fruto de una sociedad cada vez más
igualitaria —y que consiguientemente reconoce el valor de la igualdad entre los
hombres—, sino también de una sociedad, como sostiene Richard Sennet, que
siente un profundo malestar frente a cualquier autoridad sustentada en la
desigualdad entre los hombres y en la superioridad de unos sobre otros:
En la sociedad moderna la
gente no habla con comodidad de su situación de superioridad en la vida como lo
hacía en el Ancien Régime, sin
ninguna vergüenza. Paradójicamente, la angustia del privilegio puede agudizar
la conciencia de quienes tienen menos; es una angustia que difícilmente se
declara.31
En su texto La
Autoridad, Sennet no asocia, al igual que Weber y Arendt, la idea de
autoridad con la idea de legitimidad, sino con el sentimiento de temor: «El dilema de la autoridad en nuestra época,
el temor peculiar que inspira, es que nos sentimos atraídos por figuras
fuertes que no creemos sean legítimas».32 Para Richard Sennet, el
malestar de la cultura moderna no consiste sino en la persistencia de una idea
de autoridad que impide el reconocimiento de la igualdad y del respeto mutuo
entre los hombres y, por tanto, que favorece la desigualdad, el sentimiento de
superioridad de unos sobre otros, lo cual desemboca no en el respeto y en el
reconocimiento, sino en el sentimiento de temor por el otro.
Las sociedades democráticas
modernas, las cuales fomentan los valores de la igualdad y de la libertad entre
los hombres, no sólo han disminuido y limitado el poder político del Estado —es
decir, cualquier forma de poder político que no sea el reflejo de la voluntad
general o de la sociedad civil—, sino que incluso, según la tesis de Hannah
Arendt, han conducido a la destrucción del sentido del concepto de «autoridad» tal como la entendían los romanos,33
como un aumento del poder o un «superpoder» que no implicaba el empleo de la
fuerza o de la violencia, sino el reconocimiento por parte de la república o
del pueblo de una autoridad superior que remitía a la fundadores de la ciudad y
a sus valores ancestrales. En el siguiente apartado analizaremos la nueva
figura del escritor como vocación, en un mundo desencantado, confrontado al
dilema moderno entre el político y el científico según la tesis de Weber. Nos
fijaremos en dos casos concretos: Jean Paul Sartre y Claude Lévi-Strauss.
El escritor y
el científico. Sartre y Lévi-Strauss
Lévi-Strauss, en su entrevista
con Didier Éribon, traza con justo criterio la distinción entre la filosofía de
Merleau Ponty y la de Sartre, expresando su preferencia por el primero:
Merleau Ponty creía evidentemente en el pensamiento filosófico.
Él quería, incluso, os lo he contado, restaurar “la gran filosofía”. Pero entre
Sartre y él había una diferencia: Sartre hacía de la filosofía un mundo
cerrado. Aparte de los combates políticos, ignoraba totalmente lo que pasaba fuera,
sobre todo en el plano científico al que Merleau Ponty, por el contrario,
estaba muy atento. Él tenía una curiosidad que le faltaba a Sartre.36
Lévi-Strauss toma una decisión respecto al
dilema entre el político y el científico, tal como lo plantea Weber; se inclina
por la ciencia, aunque con ello no le quita valor al ámbito político, sino que
considera que la ciencia no debe intervenir en cuestiones de política, y en
este punto concreto coincide con Weber.
Lévi- Strauss no rechaza la
esfera política en cuanto tal, sino que, al igual que Weber, defiende la
separación entre la política y la ciencia, tal como hiciera Benda en el debate
sobre el caso Dreyfus en Francia:
Max Weber habría suscrito las fórmulas que Benda utilizaba en el
momento del affaire Dreyfus: en
cuanto intelectual, yo defiendo la verdad, es decir, proclamo la inocencia de
Dreyfus, pero que no se diga que estoy sirviendo así a la patria o al ejército.
Muy al contrario, al comprometer el prestigio del Estado Mayor, estoy poniendo
en peligro la necesaria autoridad de los jefes militares. Yo soy, sin embargo,
responsable de la verdad, no del poderío francés.37
La verdad que proclama Benda, y que tiene un valor universal, en la medida en que se
apoya en la razón, sin embargo, se opone a otro valor, el bien de la nación francesa. Weber en su defensa de la pluralidad de
los valores como algo insuperable por parte de la razón, esgrime el conflicto
entre los valores, y la disgregación o separación entre el bien, la verdad, y
la belleza.38 Lévi-Strauss considera que como científico sólo tiene
como fin la verdad; no obstante, él escribe en 1952 un texto titulado Raza e Historia, lo cual supuso, en
palabras de Éribon, abandonar la perspectiva puramente etnológica para situarse
en un plano que podríamos llamar «político».39 Hemos insistido en los puntos que distinguen a Sartre
de Lévi-Strauss:40 el primero reivindica la figura del sujeto,
mientras el segundo se propone, por el contrario, disolver al hombre —es
decir, la idea de hombre tal como fue proclamado por Descartes y por la
Revolución francesa, como dueño y señor de la naturaleza y como creador de sus
valores—.41 Para concluir, examinaremos algunos puntos en común entre Sartre y
Lévi-Strauss: ambos afirman el insuperable conflicto entre los valores, la
impotencia de la ciencia y de la razón para resolver las grandes cuestiones
últimas del hombre. Además, los dos autores coinciden en enfrentar este dilema
de la cultura moderna a través de la escritura, pues ambos se convirtieron en
escritores y asumieron con valor la profesión de escritor en un mundo
desencantado.
Lévi-Strauss interpreta su
obra como científica, a pesar de que algunos autores, como Cliffort Geertz, han
explorado una interpretación simbólica y literaria de la obra del etnólogo
francés.42 Tanto Sartre como Lévi-Strauss desarrollan la profesión
de escritor en un siglo que terminará por afirmar la muerte del autor y de la
relación simbólica entre el autor y su obra.43 Sartre afirma, sin
embargo, la posibilidad de llegar a la conciencia «profunda» del autor a través de su obra.44 Por otra parte, la
finalidad propia de la literatura para Sartre no es tanto la escritura o la
producción de la obra sino la lectura, es decir, la recepción de la obra.45
Sartre se opone tanto a la concepción
religiosa como a la concepción estética de la literatura: rechaza la concepción
de la literatura como heredera de la visión religiosa (trascendencia),46
y la concepción de la literatura centrada en la teoría del símbolo o del
arquetipo, cuyo único centro son las palabras.47 No obstante, en su
novela (autobiográfica) Las Palabras, Sartre
se aproxima a una visión «autotélica» de la literatura, sin otro fin que ella
misma, sin ninguna función didáctica o trascendente: «La escritura, mi trabajo
negro, no remitía a nada y, de golpe, se tomaba a sí misma como fin: yo
escribía por escribir. No me arrepiento: si fuera leído, trataría de agradar,
volvía a ser maravilloso. Clandestino, yo era verdadero».48 Y más
adelante, Sartre confiesa que su vida giraba en torno al lenguaje (escrito): «Por
haber descubierto el mundo a través del lenguaje, he confundido por mucho
tiempo el lenguaje con el mundo».49
La obra de Lévi-Strauss se ha
centrado primordialmente en el poder «simbólico» del lenguaje, en el sentido de
Baudelaire.50 La influencia de la poesía y de la literatura
simbolista en Lévi-Strauss ha sido objeto de numerosos estudios51,
lo cual, como observa muy justamente Geertz, se percibe de manera notoria en su
obra más claramente literaria Tristes
trópicos:
Que Lévi-Strauss está preocupado por situarse a sí mismo y situar
su texto en la tradición literaria establecida por Baudelaire, Mallarmé,
Rimbaud, y –aunque, hasta donde puede recordar, no lo menciona ni una sola vez
en Tristes trópicos- especialmente
Proust, es algo que claramente se desprende del modo en que escribe, de lo que
escribe, y de lo que dice estar preocupado por hacer: descifrar, y al
descifrar, recobrar el poder usar la sensual imaginería del pensamiento
neolítico […] El libro es un registro del encuentro entre una mentalidad
simbolista (la francesa) y otras mentalidades igualmente simbolistas (bororo,
caduceo, nambikwara).52
¿Podemos afirmar que Lévi-Strauss y Sartre representan de algún modo el dilema moderno del político y del
científico tal como lo plantea Max Weber? Como sabía muy bien Weber, nunca se
dan los tipos ideales de manera perfecta en la realidad. Sin embargo, es destacable
la total entrega de estos autores a su propia vocación: ambos se convirtieron
en escritores y como tales asumieron la profesión de escritores ya descrita por
Elías Canetti:
El escritor está más próximo del mundo si lleva en su interior un
caos; pero a la vez se siente, y éste ha sido nuestro punto de partida,
responsable de dicho caos; no lo aprueba, no se encuentra a gusto en él ni se
considera un genio por haber dado cabida a tantos elementos contrapuestos y sin
ilación entre sí; aborrece el caos y no pierde la esperanza de superarlo tanto
por él como por los demás.53
Sartre, en su exaltación del Cogito (aunque sea
para rebajarlo) se aproxima a Descartes, mientras que Lévi-Strauss se acerca más
al escepticismo de Montaigne.54 Lévi-Strauss no logra superar el
conflicto entre los valores y, al igual que Baudelaire y Montaigne, se mantiene
firme y trata de extraer algún orden provisional que finalmente nos lleva a la
constatación del sinsentido de todas las empresas humanas.
NOTAS
1. Mesure, Sylvie y Renaut,
Alain, La guerre des dieux, Essais sur la
Querrelle des Valeurs, Grasset, 1996, pp.10-17.
2. Weber, Max, El político y el científico, Introducción de Raymond Aron, Alianza
Editorial, 1987, p. 207.
3.
Sobre la distinción entre «juicios de valor» y «relación con los valores» en el pensamiento de Max Weber, véase la
introducción de Raymond Aron a El
político y el científico, op. cit., p.
12: «El vínculo entre la ciencia y la
política de Max Weber aparece igualmente estrecho si se considera el otro
aspecto: referencia a los valores en el caso de la ciencia, afirmación de los
valores en el de la acción».
4.
Véase Lefort, Claude, «Hannah
Arendt y la cuestión de lo político», en Birulés,
Fina (comp.), Hannah Arendt, El orgullo de pensar, Gedisa, 2000, pp. 138-139: «No se puede insistir lo bastante en la idea
de que los seres humanos se definen y se aprehenden mutuamente como iguales al
participar en este espacio político, al acceder a la visibilidad en un escenario público (…) Según H. Arendt, también habría
una relación muy estrecha entre igualdad y visibilidad. (…) La falta de
igualdad y la invisibilidad van de la mano».
5. Véase la comparación que desarrolla J. Habermas entre la idea
de poder en Hannah Arendt y en Max Weber en Habermas,
Jünger, Perfiles Filosófico-Políticos, Taurus,
1975, pp. 205-222. Véase
también Ricoeur, Paul, Lectures 1, Autour du politique, Seuil,
1991, pp.15-66. En su obra El Político y el científico, Weber
define el poder del Estado moderno como un medio que consiste en el uso
legítimo de la violencia: «Por política
entenderemos solamente la dirección o la influencia sobre la dirección de una
asociación política, es decir, en
nuestro tiempo, de un Estado. (…) Dicho Estado sólo es definible
sociológicamente por referencia a un medio específico que él, como toda asociación política, posee: “Todo Estado
está fundado en la violencia”, dijo Trotsky en Brest-Litowsk. Objetivamente
esto es cierto. Si solamente existieran configuraciones sociales que ignorasen
el medio de la violencia habría desaparecido el concepto de “Estado” y se habría instaurado lo que, en este
sentido específico, llamaríamos “anarquía”. La violencia no es, naturalmente,
ni el medio normal ni el único medio de que el Estado se vale, pero sí es su
medio específico» (Weber, Max, El político y el científico, op. cit., pp. 82-83).
6. Aron, Raymond, Introducción a El
político y el científico, op. cit., p. 10: «No dejó jamás de subrayar que la
política no tenía nada que hacer en las aulas, repitió continuamente que las
virtudes del político son incompatibles con las del hombre de ciencia».
Véase también Arendt, Hannah, La condición humana, Paidós, 2005.
7. Weber, como
sostiene Aron, afirma que el político se orienta fundamentalmente por la ética
de la responsabilidad, mientras que el científico, por la ética de la
convicción. «Tenemos que ver con claridad que toda acción éticamente orientada puede
ajustarse a dos máximas
fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas: puede
orientarse conforme a la “ética de la convicción” o conforme a la “ética de la
responsabilidad” (“Gesinnungsethisch” oder “Verantwortungsethisch) No
es que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad o
la ética de la responsabilidad a la falta de convicción. No se trata en
absoluto de eso. Pero sí hay una diferencia abismal entre obrar según la máxima
de una ética de la convicción, tal como ordena (religiosamente hablando) “el
cristiano obra bien y deja el resultado en manos de Dios”, o según la máxima de
la ética de la responsabilidad, como la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia
acción» (Weber, Max, El político y el científico, op. cit., pp. 163-164). Weber no ve las dos
éticas como absolutamente incompatibles en el ámbito de lo político: «la ética de la responsabilidad y la ética de
la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos
complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre
que puede tener “vocación política”». (Weber,
Max, El político y el científico, op.
cit., p. 176).
8. Véase Mesure, Sylvie y Renaut, Alain, La guerre des dieux, op. cit., y Raynaud, Philippe, Max Weber et les dilemmes de la raison
moderne, PUF, 1987.
9. Mesure, Sylvie y Renaut, Alain, La guerre des dieux, op.
cit., p. 16.
10. Weber, Max, El político y el científico, op. cit.,
pp. 223-224. En su obra Ensayos sobre
sociología de la Religión, Weber analiza las diferentes formas de
racionalización en el mundo occidental y no occidental que no permiten el
acceso a una forma universal de racionalidad, sino a una situación trágica en
la que cada religión o ética es incapaz por sí misma de percibir o de reconocer
la racionalidad de otras éticas o culturas: «Pues es evidente que, en todos los casos mencionados, se trata de un
“racionalismo” de tipo especial de la cultura occidental. Ahora bien, esta
palabra puede significar cosas harto diversas, como se pondrá de relieve en las
páginas siguientes. Hay, por ejemplo, “racionalizaciones” de la contemplación
mística, es decir, de una actividad que, vista desde otros ámbitos de la vida,
es específicamente “irracional”, igual que hay racionalizaciones de la
economía, de la técnica, del trabajo científico, de la educación, de la guerra,
de la justicia y de la administración. Además, cada uno de estos ámbitos puede
“racionalizarse” desde puntos de vista y objetivos últimos de la mayor
diversidad, y lo que visto desde uno es “racional” puede ser “irracional” visto
desde el otro» (Weber, Max, Ensayos sobre Sociología de la Religión, I, Taurus,
1987, pp. 20-21).
11. Ibid: «El destino de nuestro tiempo, racionalizado e intelectualizado
y, sobre todo, desmitificador del mundo, es el de que precisamente los valores
últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública y se han retirado, o
bien al reino ultraterreno de la vida mística, o bien en la fraternidad de las
relaciones inmediatas de los individuos entre sí». Véase también Gauchet, Marcel, Le
Désenchantement du Monde, Une Histoire Politique de la Religion, Gallimard,
1985.
12. Mesure,
Sylvie y Renaut, Alain, La guerre des dieux, op. cit., pp. 90-91.
13. Trías, Eugenio, Drama e
Identidad, Destino, 2002, p. 32: «Todo
drama implica, en efecto, una orientación o dirección hacia un fin. Una
teleología, un trayecto. Para que
ello sea posible, ha de existir asimismo un punto de partida. Y para que haya un punto de partida,
trayecto y finalidad (planteamiento, nudo y desenlace), ha de existir una estructura formal que posibilite ese
despliegue. Dicha estructura formal debe poseer un requisito fundamental: debe
ser una estructura centrada, debe
girar en torno a un centro. Ese
centro irrumpe en el planteamiento, se abandona en el nudo conflictivo, se
recupera en el desenlace».
14. Ibid., p. 93.
15. Arendt, Hannah, La Condición Humana, Paidos, 2005. p.
114.
16. Arendt, Hannah, La vida del Espíritu, El pensar, la
voluntad y el juicio en la filosofía y en la política, Centro de estudios
Constitucionales, 1984, p. 11.
17. Véase Finkielkraut,
Alain, La Derrota del pensamiento, Anagrama,
2000.
18. Véase, Bénichou, Paul, Le Sacre de l’écrivain 1750-1830. Essais sur l’avènement d’un pouvoir
spirituel laïque dans la France moderne, José Corti, 1973. (Trad. castellana: Bénichou, Paul, La
Coronación del escritor 1750-1830, Ensayo sobre el advenimiento de un poder
espiritual laico en la Francia moderna, FCE, 1981.)
19. Todorov, Tzvetan, Le Jardin Imparfait, La
Pensée Humaniste en France, Grasset, 1998, pp. 250-251. (Trad. castellana: Todorov, Tzvetan, El
Jardín Imperfecto, Luces y sombras del pensamiento humanista, Paidós,
2008.)
20. Todorov,
Tzvetan, “La literatura como hecho y valor (entrevista con Paul Bénichou)”, en Crítica de la crítica, Paidos, 1991.
21. Todorov,
Tzvetan, Crítica de la crítica, op.
cit., pp. 117-120.
22. Bénichou, Paul, Morales
du grand siècle, Gallimard, 1994, p. 9-14. (Trad. Castellana: Bénichou,
Paul, Imágenes del hombre en el
clasicismo francés, F.C.E., 1984.)
23. «En 1926, Julien Benda publica La
trahisons des clercs. Su tema: “El
cataclismo de los conceptos morales en quienes educan al mundo”. Benda se
preocupa por el entusiasmo que la Europa pensante profesa desde hace cierto
tiempo por las profundidades misteriosas del alma colectiva. Denuncia la
alegría con la que los servidores de la actividad intelectual, en contradicción
con su vocación milenaria, desprecian el sentimiento de lo universal y
glorifican los particularismos (…) Esta transmutación de la cultura en mi cultura es para Benda el distintivo de la
era moderna, su contribución insustituible y fatídica a la historia moral de la
humanidad. La cultura: el ámbito en el que se desarrolla la actividad
espiritual y creadora del hombre. Mi cultura: el espíritu del pueblo al que
pertenezco y que impregna a la vez mi pensamiento más elevado y los gestos más
sencillos de mi existencia cotidiana. Este segundo significado de la cultura
es, como el propio Benda indica, un legado del romanticismo alemán. El concepto
de Volksgeist, es decir, de genio
nacional, hace su aparición en 1774, en el libro de Herder Otra filosofía
de la historia».
24. «Pluricultural: palabra
clave de la batalla emprendida contra la defensa de la integridad étnica;
concepto fundamental que opone a la monotonía de un paisaje homogéneo el sabor
y las virtudes de la diversidad. Pero cuidado. Por más acusadas que sean las
divergencias y tensas las relaciones, los dos campos profesan el mismo
relativismo. Los credos se oponen, pero no las visiones del mundo: unos y otros
perciben las culturas como totalidades englobantes y dan la última palabra a su
multiplicidad» (Finkielkraut,
Alain, La derrota del pensamiento, op.,
cit., p. 96). Finkielkraut afirma que
el pluriculturalismo implica la desaparición de los dreyfusards, que eran
partidarios de los valores universales.
25. Véase Tocqueville,
Alexis, La democracia en América, Alianza,
2 vols., 2002. Finkielkraut, se opone al
individualismo que promueven las sociedades democráticas, en la medida en que
el individuo de las sociedades democráticas ya no es capaz de percibir ninguna
trascendencia por encima de él, ningún valor superior, ningún deber sagrado ni
ninguna tradición que le preceda: «A
diferencia de las demás figuras catalogadas de lo humano, el hombre democrático
se concibe a sí mismo como un ser independiente, como un átomo social: separado
a la vez de sus antepasados, de sus contemporáneos, y de sus descendientes, se
preocupa, en primer lugar, de proveer a sus necesidades privadas y se pretende
igual al resto de los hombres» (Finkielkraut,
Alain, La derrota del pensamiento, op.
cit., p. 126).
26. Renaut, Alain, L’individu, Réflexions sur la philosophie du
sujet, Hatier, 1995.
27. Renaut, Alain, “La barbarie individualiste: Alain
Finkielkraut”, en L’individu, Réflexions
sur la philosophie du sujet, op. cit., pp. 39-55.
28. «“Todas las culturas son igualmente legítimas
y todo es cultural”, afirman al unísono los niños mimados de la sociedad de la
abundancia y los detractores de occidente. Y ese lenguaje común ampara dos
programas rigurosamente antinómicos. La filosofía de la descolonización asume
por su cuenta el anatema arrojado sobre el arte y el pensamiento por los
populistas rusos del siglo XIX: “un par de botas vale más que Shakespeare”:
además de su superioridad evangélica, además del hecho, en otras palabras, de
que protegen a los desdichados contra el frío más eficazmente que una pieza
isabelina, las botas por lo menos, no mienten; se presentan de entrada como lo
que son: modestas emanaciones de una cultura concreta, en lugar de disimular
piadosamente, como hacen las obras maestras oficiales, su orígenes, y de
obligar a todos los hombres al respeto. Y esta humildad es un ejemplo: si no
quiere perseverar en la impostura, el arte debe dar la espalda a Shakespeare, y
aproximarse, lo más posible, al par de botas”» (Finkielkraut, Alain, La Derrota del pensamiento, op. cit., p.
116).
29. Renaut, Alain, L’individu, Réflexions sur la philosophie du
sujet, op.cit., p.
30. Véase Arendt, Hannah, «Qu’est-ce que
l’autorité?» en La crise de la culture, Gallimard, 1972, pp. 121-185. Véase también Renaut, Alain, La fin de l’autorité, Flammarion, 2004,
pp. 41- 88.
31. Sennet,
Richard, El Respeto, Sobre la dignidad
del hombre en un mundo de desigualdad, Anagrama, 2003, p. 36.
32. Sennet,
Richard, La Autoridad, Alianza, 1982,
p. 33.
33. «Hannah Arendt lo recuerda con sagacidad, la
manera en que los romanos habían inventado el término auctoritas (…) en virtud de la cual la autoridad
susceptible de ser siempre concebida como derivando de aquella, inscrita en el
nacimiento mismo de Roma, de esos majores, de sus más mayores entre los grandes entre los grandes que eran los
fundadores de la ciudad. La autoridad, a diferencia del simple poder (potestas), se arraigaba en el pasado, pero en un
pasado que permanece presente en la memoria de los ciudadanos (…) La formula
que mejor lo atestigua es la de Cicerón que define, en su De Legibus, el papel del senado en la República:
“Mientras que el poder (potestas) reside en el pueblo, es en el Senado donde
reside la autoridad (auctoritas)». (Lugar citado, Renaut, Alain, La fin
de l’autorité, op. cit., p.
49-50.)
34. Compagnon,
Antoine, Le demon de la théorie, Littérature
et sens comun, Seuil. 1998, p. 38.
35. Véase Finkielkraut, Alain, L’humanité perdue, Essais sur le XXª Siècle, Seuil, 1996, p. 48-49: «Lo que
distingue a Sartre de Pico de la Mirandola, no es tanto el contenido del
pensamiento como la disposición del alma (…) con Sartre, el cambio de clima es
radical: ninguna promesa de grandeza en su discurso, sino la puesta en
evidencia de una condición ineluctable. El hombre, dice, está destinado a la
libertad, ¡Y no es divertido todos los días! La prueba: sueña con ser
dispensado de este privilegio, busca por todos los medios a desembarazarse del
incómodo regalo que le hizo el Dios distraído de Pico de la Mirandola».
36. Lévi-Strauss, Claude y Éribon, Didier, De près et de loin, Édition Odile Jacob, 1996, p. 167.
37. Weber, Max, El
político y el científico, op. cit., p. 60.
38. «También sabemos que
algo puede ser bello, no sólo aunque no sea bueno, sino justamente por aquello
por lo que no lo es. Lo hemos vuelto a saber con Nietzsche y, además, lo hemos
visto realizado en Las Flores del Mal,
como Baudelaire tituló su libro de poemas. Por último, pertenece a la sabiduría
cotidiana la verdad de que algo puede ser verdadero aunque no sea ni bello, ni
sagrado, ni bueno. No obstante, éstos no son sino los casos más elementales de
esa contienda que entre sí sostienen los dioses de los distintos sistemas y
valores.» (Weber, Max, El político y el científico, op. cit., p. 216).
39. Lévi-Strauss, Claude y Éribon, Didier, De près et de loin, op. cit., p. 204 y
ss. Sobre el texto de Lévi-Strauss «Raza e
Historia», en Anthropologie Structurale II, Plon, 1973, y en torno al texto
de Lévi-Strauss «Raza y Cultura», en Le Regard Éloigné, Plon, 1983. Véase Finkielkraut,
Alain, La Derrota del pensamiento, op.
cit., pp. 55-70.
40. El último capítulo de El Pensamiento Salvaje de Lévi-Strauss
es una polémica con Sartre en torno la figura del sujeto. Véase Lévi-Strauss, «Histoire et Dialectique»
en La Pensée Sauvage, Plon, 1962, pp.
292-321: «De hecho, Sartre acaba
prisionero de su propio Cogito: el de Descartes permitía acceder a lo
universal, pero a condición de seguir siendo psicológico e individual; al
sociologizar al Cogito, Sartre cambia solamente de prisión». (Lévi-Strauss, La Pensée Sauvage, op. cit., p. 297).
41. «En el vocabulario de
Sartre, nos definimos por tanto como materialistas trascendentales y como
estetas. Materialistas trascendentales porque la razón dialéctica no es para
nosotros otra cosa que la razón
analítica (…) Estetas, pues Sartre aplica este término a quien pretende
estudiar a los hombres como si fueran hormigas (…) aceptamos por tanto el
calificativo de estetas, en la medida en que creemos que el fin último de las
ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo»
(Lévi-Strauss, La pensée Sauvage, op.
cit., p. 294).
42. Geertz,
Cliffort, «El mundo en un texto, Cómo leer “Tristes trópicos”» en El Antropólogo como autor, Paidos, 1997,
p. 38: «la principal razón para abordar a
Lévi-Strauss desde un punto de vista literario no es la de tipo exagético que
el propio estructuralismo facilitó, sino el que sus obras, y Tristes
Trópicos en particular, constituyen
excelentes ejemplos para practicar ese tipo de mirada».
43. Véase Compagnon, Antoine, «La tesis de la
muerte del autor», en Le démon de la
théorie, op. cit., p. 54: «Foucault
ha pronunciado en 1969 una célebre conferencia titulada “¿Qué es un autor?”, y
Barthes había publicado en 1968 un artículo cuyo título llamativo “La muerte
del autor”, se ha convertido, a los ojos de sus partidarios como de sus
adversarios, en el slogan antihumanista de la ciencia del texto».
44. Compagnon, Antoine, Le démon de la Théorie, op. cit., pp. 73-74: «Es el caso de toda crítica denominada de la conciencia, la escuela de
Ginebra, asociada a Georges Poulet de manera notable. Este planteamiento exige
empatía e identificación por parte del crítico para comprender la obra, es
decir, para ir al encuentro del otro, del autor, a través de su obra, como
conciencia profunda. Se trata de reproducir el movimiento de la inspiración, de
revivir el proyecto creador, o incluso de reencontrar lo que Sartre llamaba “El
proyecto original” en el Ser y la Nada,
haciendo de cada vida un todo, un conjunto coherente y orientado, como lo había
trazado en Baudelaire y en Flaubert».
45. «En ¿Qué es la Literatura?, Sartre
vulgariza en estos términos la versión fenomenológica del rol del lector: “El
acto creador no es sino un momento incompleto y abstracto de la producción de
una obra; si el autor existiera solo, podría escribir todo cuanto quisiera,
jamás su obra vería el día y sería preciso que dejara su pluma o desesperara.
Pero la operación de escribir implica la de leer como su correlativo dialéctico
y estos dos actos conexos requieren de dos agentes distintos.”» (Lugar
citado, Compagnon, Antoine, Le démon
de la Théorie, op. cit., pp.
170-171). Véase también De Aguiar e
Silva, Vítor Manuel, Teoría de la
Literatura, Gredos, 1996, pp. 79-83.
46. Paul Ricoeur analiza la obra de
Frank Kermode El sentido de un final, en la cual el autor relaciona la literatura occidental con el modelo temporal
de la escatología de la religión cristiana: «Kermode se interesa por el mito del Apocalipsis que, en la tradición de
Occidente ha contribuido más que ninguna otra tradición, a estructurar sus
expectativas, a fin de dar al término de ficción una amplitud que desborda el
dominio de la ficción literaria (…) ¿El Apocalipsis no es primero un modelo de
mundo, mientras que la Poética de
Aristóteles no propone sino el modelo de una obra verbal?» (Ricoeur,
Paul, Temps et Récit, 2. La
configuration dans le récit de fiction, Seuil, 1984, p. 46).
47. Paul Ricoeur
analiza la obra de Northrop Frye titulada Anatomía
de la Crítica donde se considera la literatura como un mundo de símbolos
que tienen su propio centro en las palabras: «No hay duda que toda la empresa de Northrop Frye está suspendida en la
tesis de que todo orden arquetípico reenvía a un “centro del orden de las
palabras” “center of the order of words”» (Ricoeur, Paul, Temps et Récit, 2. La
configuration dans le récit de fiction, op. cit., p. 38).
48. Sartre, Jean Paul, Les Mots, Gallimard,
1972, p. 149.
49. Ibidem.
50. Véase Jacobson, Roman, Lévi-Strauss, Claude, «“Les Chats” de
Charles Baudelaire», en Jacobson,
Roman, Questions de Poétiques, Seuil,
1973 (Lugar citado, en Compagnon,
Antoine, Le démon de la Théorie, op. cit., pp. 82-87).
51. Véase Boon,
J. From Symbolism to Structuralism:
Lévi-Strauss and Literary Tradition, Oxford, 1972 (Lugar citado en Geertz, Cliffort, El Antropólogo como autor, op. cit., p. 51).
52. Geertz,
Cliffort, El Antropólogo como autor,
op. cit, pp. 52-53.
53. Canetti, Elías, «La profesión de
escritor», en La Conciencia de las
Palabras, F.C.E., 1982, p. 360.
54. Véase Lévi-Strauss, Claude, «En relisant
Montaigne», en Histoire de Lynx, Plon,
1991, p. 286: «Que Montaigne sea un
escéptico integral, he aquí algo que parece incontestable (….) “Nosotros no
tenemos ninguna comunicación con el ser”: todo se resume en estas palabras
decisivas que no dejamos de citar. Y convencidos de esta carencia, ni siquiera
sabemos si este saber que se niega a sí mismo sea realmente un saber».
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