Variaciones sobre Weber y

el politeísmo de los valores:


Del escritor y del científico como vocación


Juan Carlos Orejudo Pedrosa


 

La cuestión que analizan Alain Renaut y Sylvie Mesure en su obra La Guerra de los Dioses es precisamente qué valores se pueden reivindicar en un mundo desencantado, cómo llegar a unos valores compartidos en las sociedades plurales e individualistas de nuestro tiempo.1 Pensar la moral y los valores comunes en la era democrática se ha vuelto un problema, y la ciencia nada puede decir sobre la cuestión de los valores. Max Weber sostenía que la ciencia no puede ni debe afirmar juicios de valor y que, por tanto, no tiene por sí misma un sentido trascendente ni su propósito consiste en descubrir el sentido de la vida y del universo: «¿Cuál es el sentido que hoy tiene la ciencia como vocación? La respuesta más simple es la que Tolstoi ha dado con las siguientes palabras: La ciencia carece de sentido puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir».2 Y sin embargo, Weber no niega que la ciencia tenga un valor, lo cual tampoco puede ser demostrado científicamente. Max Weber no sostiene que la ciencia moderna haya logrado zanjar para siempre las cuestiones sobre los valores ni que el hombre de ciencia se haya liberado de toda «relación» con los valores.3

En este ensayo analizaremos la ciencia como vocación en relación con la vocación o profesión del escritor, así como el conflicto entre los valores como el horizonte insuperable de la modernidad, tal como sostiene Weber, y por otro lado, la profesión o vocación del escritor como creador de sentido y de valores morales en un mundo desencantado. Examinaremos la figura del escritor comprometido con la esfera política, como es el caso de Jean Paul Sartre, frente a un escritor más comprometido con la ciencia, como Claude Lévi-Strauss. No es nuestro propósito delimitar claramente las dos esferas de lo político y de lo científico; no obstante, en la base del pensamiento político de Hannah Arendt, el triunfo de la ciencia moderna ha supuesto un olvido de la política, siendo lo político para Arendt el espacio público donde los hombres actúan y hablan conjuntamente sin violencia ni coerción,4 mientras que lo político para Weber es precisamente el ámbito del dominio por medio de la fuerza y de la violencia (legítima) monopolizada por el Estado. Weber define el «poder» como el ámbito de la acción instrumental con arreglo a fines.5 Ambos pensadores, Weber y Arendt, afirman y sostienen la distinción entre lo político y lo científico.

Analizaremos la distinción que establece Max Weber entre la vocación del científico y la del político, entre el hombre de acción y el de ciencia. Estas dos vocaciones no corresponden exactamente a la distinción que hace Hannah Arendt: por una parte, la vida activa, y por otra, la vida contemplativa.6 Para Weber, el verdadero dilema del mundo moderno es la separación trágica entre dos éticas que no pueden ser reconciliadas, sino que sumergen a la humanidad en un eterno conflicto de valores, ya sea la ética de la convicción o la ética de la responsabilidad.7

Max Weber, en su ensayo El político y el científico, sitúa al hombre moderno en la tesitura de una gran decisión, cuyo punto de partida es la confrontación entre valores incompatibles e irreductibles que sumergen al hombre moderno en unos dilemas que no pueden ser resueltos por la razón, o por la ciencia, sino por un acto irracional de la voluntad. En este, Weber distingue dos vocaciones que reflejan valores y visiones del mundo incompatibles entre sí, sumiendo al hombre en una situación trágica, irreversible, y por tanto, en una guerra interminable que sólo puede zanjarse por medio de una decisión irracional, a favor de uno de los valores en conflicto, sin posibilidad de reconciliación entre los valores en cuestión.8

 

El principio de un conflicto entre los diversos sistemas de valores: para retomar la bella expresión de Max Weber, el riesgo se perfilaría como una especie de «guerra de los dioses» generalizada, en el sentido de un enfrentamiento entre los diferentes sistemas de normas y de ideales —normas e ideales que los pueblos de otras épocas encarnaban en los dioses de sus panteones.9

 

Max Weber expone esta «guerra de los dioses» de tal manera que, en referencia a los valores últimos del hombre, no hay ninguna ciencia ni racionalidad capaz de superar o resolver esta lucha interminable entre los valores:

 

Por supuesto, las ideas que estoy exponiendo aquí ante ustedes derivan de un hecho fundamental, el de que la vida, en la medida en que descansa en sí misma y se comprende por sí misma, no conoce sino esa eterna lucha entre dioses. O dicho sin imágenes, la imposibilidad de unificar los distintos puntos de vista que, en último término, pueden tenerse sobre la vida, y en consecuencia, la imposibilidad de resolver la lucha entre ellos y la necesidad de optar por uno u otro.10

 

Por tanto, Max Weber asume la modernidad como un «desencantamiento del mundo»11, que implica, por un lado, el avance del conocimiento científico y objetivo de la naturaleza, y por otro, la afirmación o la constatación del «politeísmo de los valores» que escapan y trascienden a la razón humana y a la ciencia:

 

La racionalidad científica no puede, ni de hecho ni por derecho, resolver todas las cuestiones que se plantea el espíritu humano: las que escapan por principio a la racionalización científica deben en consecuencia ser abandonadas a la irracionalidad de una elección o decisión que nunca podrán ser asumidas por ninguna ciencia.12

 

Weber, en base a esta visión de la «guerra entre los valores» que no tiene ninguna base racional, coloca al hombre en la situación de tener que decidir de manera irracional entre valores incompatibles e inconciliables. Frente a esta visión «trágica» de la cultura, o mejor dicho, de las culturas o de los valores eternamente enfrentados entre sí, en el sentido weberiano y nietzscheano que acabamos de exponer, ¿es posible concebir la cultura en otros términos, como reconocimiento o reconciliación, y en última instancia, como reversibilidad? En este ensayo analizaremos la visión «trágica» de la cultura a través del dilema que analiza Weber entre el científico y el político. En segundo lugar, la visión «dramática» y «reconciliadora» de la cultura que rompe con la tensión trágica, y que al mismo tiempo, nos abre la posibilidad de una unidad o una reconciliación entre los hombres.

Esta otra visión «dramática» de la cultura, como reconocimiento y reconciliación, la define muy apropiadamente Eugenio Trías para el tema que nos ocupa en su obra Drama e Identidad.13 Trías, en esta obra, distingue dos tipos de viaje y de viajero —el dramático y el trágico— según se presuponga o no una meta o fin último de la vida y del hombre:

 

Hay en suma, dos modalidades de viaje y de viajero. La primera supone la pérdida del hogar, el extravío por una selva selvaggia, la pérdida del centro de gravedad y de orientación. Pero supone también la presencia del atajo o del acompañante que conducirá al extraviado, a través del infierno y purgatorio, a un desenlace celestial (y todo desenlace, por «trágico que sea, es siempre celestial») Santa Teresa compara nuestra vida «a un mal viaje en una mala posada». La figura del peregrino, del homo viator es congénere al pensamiento cristiano. Pero ese mal viaje, esa peregrinación, tenía siempre su Compostela o su Jerusalén. Por eso la vida en este «valle de lágrimas» era considerada un drama. Efectivamente, un drama, pero en ningún caso una tragedia. Ahora bien, pertenece a nuestra sociedad, a nuestra cultura, a nuestra urbe, una modalidad de viaje y de viajero que carece de meta y de punto de partida, de finalidad y de principio, de necesidad y de legalidad, de referencia a ningún centro, a ningún hogar. Joyce, Kafka, Beckett son los vates que nos cantan esa modalidad trágica de viaje y de viajero.14

 

Esta visión de la cultura y de la literatura moderna atrapada, según Eugenio Trías, en el entramado trágico sin meta ni solución racional (o desenlace dramático), no nos permite obviar o pasar por alto el dilema del hombre moderno tal como lo plantea Weber, como una guerra de los dioses, como una guerra insoslayable entre los diferentes sistemas de valores, que expresa al mismo tiempo el relativismo axiológico y el politeísmo de los mismos. En primer lugar examinaremos la relación entre el filósofo y el escritor asumiendo la situación trágica del hombre moderno, tan bien desarrollada por Nietzsche y por Max Weber.

 

La derrota del pensamiento y la coronación del escritor

En este apartado, empezaremos exponiendo la tesis de Hannah Arendt, la cual parte de una separación tajante entre el filósofo y el escritor, entre el pensamiento del primero y la obra intelectual del segundo. Tal distinción la establece Hannah Arendt de una manera muy esclarecedora en su obra La Condición Humana:

 

…el pensar no deja nada tangible. Por sí mismo, nunca se materializa en objeto. Siempre que el trabajador intelectual desea manifestar sus pensamientos, ha de usar sus manos y adquirir habilidad manual como cualquier otro trabajador. Dicho con otras palabras, pensar y trabajar son dos actividades diferentes que nunca coinciden por completo; el pensador que quiere que el mundo conozca el «contenido» de sus pensamientos, lo primero de todo ha de hacer una pausa y recordar sus pensamientos. Tanto aquí como en los demás casos, el recuerdo prepara lo intangible y lo fútil para su final materialización; es el comienzo del proceso de trabajo y, al igual que la consideración del artesano sobre el modelo que guiará su obra, su etapa más inmaterial […] La específica cualidad del trabajo intelectual no se debe menos al «trabajo de nuestras manos» que el de cualquier otra clase de trabajo.15

 

Desde el punto de vista de la autora, el pensamiento del filósofo y la actividad del escritor están totalmente separados en la medida en que el escritor hace uso de la habilidad de sus manos, y por tanto, su actividad es considerada un «trabajo» que posee una finalidad —desemboca en un producto material, una obra o un libro—, mientras que el pensamiento es por definición una actividad del espíritu —inmaterial y no mundana— y por tanto, que no tiene como finalidad la producción de un objeto independiente del hombre o del sujeto. En este sentido, el pensamiento es para Arendt una actividad intransitiva, sin objeto ni finalidad externa; por el contrario, la actividad intelectual del escritor es una actividad transitiva que termina y finaliza con una obra mundana, en este caso un libro, el cual podemos identificar como un objeto independiente de su autor. No obstante, Hannah Arendt no excluye la posibilidad de comunicar a través de la escritura los propios pensamientos, aunque sostiene que en el proceso de escritura el filósofo debe detener o cancelar su propio pensamiento. «Escribir» implica para la autora dejar de «pensar», aunque la escritura no impide el recuerdo de los propios pensamientos. ¿Es tan radical la separación entre el filósofo y el escritor como parece deducirse de la tesis de Hannah Arendt? Arendt establece una distinción entre el pensamiento y la ciencia, y otra entre el pensamiento y la actividad intelectual del escritor.

Esta autora, en su última obra titulada La vida del Espíritu, empieza con una cita de Heidegger: «El pensar no aporta conocimiento como hacen las ciencias. El pensar no produce sabiduría práctica útil. El pensar no resuelve los enigmas del universo. El pensar no nos involucra directamente con la capacidad de actuar».16 Heidegger define el pensamiento como una actividad del espíritu, como hiciera Platón y la filosofía cristiana, pero ya no con la posibilidad de alcanzar las verdades eternas de la metafísica tradicional; a partir de la crítica de Kant a la metafísica ya no podemos afirmar de manera segura que el hombre tiene acceso a un conocimiento del mundo inteligible, del mismo modo que posee órganos para conocer el mundo sensible. En cierto modo, Heidegger sostiene que en el mundo moderno se ha producido lo que Finkielkraut denomina con sus propias palabras «la derrota del pensamiento».17 La actividad del escritor para Hannah Arendt es una actividad mundana que implica una cancelación del pensamiento. Por otra parte, en el proceso de secularización y de declive del poder espiritual de la religión en Europa, se ha producido en la modernidad, desde la Ilustración hasta el Romanticismo, lo que Paul Bénichou ha denominado «la coronación o sacralización del escritor». Bénichou analiza en su obra Le sacre de l’écrivain18, la nueva concepción del escritor en la Francia de los siglos XVIII y XIX, en un mundo desencantado, y no obstante, con anhelo de absoluto:

 

Bajo el Antiguo Régimen, el poder espiritual estaba determinado a emanar de la Iglesia, incluso si en la práctica las autoridades civiles podían actuar a sus anchas. Desde la mitad del siglo XVIII, otro grupo social, los hombres de letras, aspiran a reemplazar a los sacerdotes en esta función, aspiran a lo que Paul Bénichou ha llamado «lo sagrado del escritor». Al día siguiente de la Revolución, este sueño puede parecer que está al alcance de la mano, pues la Iglesia cristiana ha perdido sus prerrogativas. Después de la caída del imperio napoleónico, el cual no había permitido a los hombres de letras acercarse al poder, una primera generación de escritores —Hugo, Michelet, Lamartine— pueden intentar erigirse en maestros espirituales de sus contemporáneos […] Cuando la fe falta a los pueblos, exclama Victor Hugo, les hace falta el arte. A falta de profetas, el poeta (Notas explicativas de las Voces Interiores).19

 

La tradición filosófica francesa se define particularmente por la gran calidad literaria de sus grandes pensadores y filósofos. En dicha tradición no es nada sorprendente que grandes filósofos destaquen además como grandes escritores. La filosofía francesa ha permitido en su larga tradición una coexistencia íntima y fructífera entre la filosofía y la literatura. El autor que ha defendido esta natural interrelación entre el pensamiento y la cultura literaria ha sido de manera destacada el historiador de la literatura Paul Bénichou, quién analizó de manera magistral en sus diversas obras los momentos históricos que configuraron y dieron origen en Francia a «la sacralización del escritor». Frente a la actividad mundana del escritor que escribe «con sus manos» según Hannah Arendt, se abre la posibilidad de la figura sagrada del escritor que imprime en sus obras grandes pensamientos e ideas.

Bénichou, frente a la larga tradición «esteticistas» y «formalista» de la literatura, analiza la literatura por las ideas y los valores que transmite.20 Todorov resume con estas palabras la postura de Paul Bénichou:

 

Para definir el objeto de su trabajo, usted ha rechazado las dos definiciones más influyentes de la literatura: la «clásica», más exactamente de Aristóteles, según la cual la poesía es una representación mediante la imagen, etc.; y la «romántica», según la cual la poesía es un uso intransitivo del lenguaje, un arte del lenguaje. Usted partió de otra concepción de la literatura, mucho más amplia, donde nada la separaba brutalmente de «todo lo que se escribe para el público» […] La literatura es arte, pero también es otra cosa, por lo que se relaciona, no con la música y la danza, sino con el discurso de la historia, de la política o de la filosofía […] un escritor generalmente acredita valores. La literatura es un medio para tomar posición frente a los valores de la sociedad; digamos de una vez que es ideología. Toda literatura ha sido siempre ambos, arte e ideología […] La literatura está considerada principalmente como portadora de ideas, (Le sacre de l’ecrivain, 1973, p. 18), y declara interesarse únicamente por las ideas que la literatura transmite.21

 

Bénichou no afirma que la literatura se reduzca a la filosofía, sino que en las obras literarias podemos encontrar grandes ideas y pensamientos que tienen un valor propio y que reflejan un mundo de valores que corresponden a las categorías morales de una sociedad determinada. En su obra Morales du grand siècle, el autor francés analiza la literatura y la filosofía del siglo XVII como una fuente de valores y de principios morales de una sociedad, que no forman un sistema unitario sino una constelación de diferentes morales que coexisten y pugnan entre sí.22 La literatura, por otro lado, es la expresión de los valores universales del hombre, aunque lo propio de la humanidad sea precisamente la diversidad de los valores que sitúan al hombre en un contexto histórico y social determinado.

Paul Bénichou afirma la posibilidad de encontrar en las grandes obras maestras de la literatura la expresión de valores que tienen un alcance universal. Para este autor, cada obra literaria es una obra espiritual de la humanidad que posee un valor universal. ¿Pero qué sucede cuando los hombres pierden la capacidad para reconocer y valorar las grandes obras del espíritu? Tal es la cuestión que se plantea Finkielkraut en su obra La derrota del pensamiento. Dicha derrota del pensamiento se produce en el momento en que los filósofos o intelectuales desprecian lo universal a favor de lo particular, y abrazan la propia cultura y los productos culturales del momento. Desde el ataque a la Ilustración llevada a cabo por el Romanticismo y, concretamente, a partir de las diferentes concepciones del nacionalismo que se originaron a partir del concepto de Volksgeist de Herder, hasta la sacralización de la cultura y del mestizaje cultural en la era posmoderna; desde la afirmación de cada cultura como un valor en sí mismo (Herder), hasta la defensa de la igualdad de todas las culturas en las sociedades multiculturales, todo ello constituye para Finkielkraut el reflejo de la misma pendiente igualitaria propia de las sociedades democráticas modernas. La traición de los intelectuales, según Julien Benda,23 consiste en la renuncia a las ideas universales del espíritu, lo cual ha derivado según Finkielkraut en la consagración de la diversidad cultural como nuevo modelo de la sociedad pluricultural y posmoderna.24 No obstante, Finkielkraut no sólo dirige su crítica contra el romanticismo alemán como origen de la derrota del pensamiento occidental, sino también contra la deriva individualista de las sociedades democráticas modernas.

El igualitarismo de las sociedades democráticas ha promovido, como sostiene Tocqueville, el individualismo y el atomismo social.25 Finkielkraut se opone a la apología neo-tocqueviliana del individualismo contemporáneo tal como se manifiesta en diversos autores como Marcel Gauchet y Gilles Lipovetsky.26 Finkielkraut, como E. de Fontenay, o novelistas como Milan Kundera y D. Salenave, ve en la modernidad —cuya pendiente democrática e individualista parece irrefrenable— no el reflejo de una emancipación verdadera, ni el apogeo de una cultura superior, sino por el contrario, la destrucción de todos los valores del espíritu, y por tanto, la aparición de una nueva forma de barbarie al servicio de la satisfacción inmediata de las necesidades y de los placeres de los individuos. Se trata, en palabras de Renaut, de la barbarie del «individualismo democrático»27, la cual tiende a rebajar cualquier autoridad, tal como se refleja en el lema populista del siglo XIX: «un par de botas vale más que Shakespeare».28 ¿No es precisamente, como sostiene Hannah Arendt, la capacidad de escapar y de trascender el ciclo vital de las necesidades lo que define a la cultura?29 En una visión paralela a la de estos autores neo-heideggerianos, aunque desde una posición menos hostil a la modernidad y a sus implicaciones democráticas, Hannah Arendt también acentúa en su obra la tesis de una pérdida en la modernidad del sentido positivo de la idea de autoridad.

En su obra La crisis de la cultura, Hannah Arendt se plantea recuperar el sentido antiguo de «autoridad» como verdadero pilar de la cultura y de la civilización.30 No obstante, la pérdida de autoridad en el mundo moderno no sólo es fruto de una sociedad cada vez más igualitaria —y que consiguientemente reconoce el valor de la igualdad entre los hombres—, sino también de una sociedad, como sostiene Richard Sennet, que siente un profundo malestar frente a cualquier autoridad sustentada en la desigualdad entre los hombres y en la superioridad de unos sobre otros:

 

En la sociedad moderna la gente no habla con comodidad de su situación de superioridad en la vida como lo hacía en el Ancien Régime, sin ninguna vergüenza. Paradójicamente, la angustia del privilegio puede agudizar la conciencia de quienes tienen menos; es una angustia que difícilmente se declara.31

 

En su texto La Autoridad, Sennet no asocia, al igual que Weber y Arendt, la idea de autoridad con la idea de legitimidad, sino con el sentimiento de temor: «El dilema de la autoridad en nuestra época, el temor peculiar que inspira, es que nos sentimos atraídos por figuras fuertes que no creemos sean legítimas».32 Para Richard Sennet, el malestar de la cultura moderna no consiste sino en la persistencia de una idea de autoridad que impide el reconocimiento de la igualdad y del respeto mutuo entre los hombres y, por tanto, que favorece la desigualdad, el sentimiento de superioridad de unos sobre otros, lo cual desemboca no en el respeto y en el reconocimiento, sino en el sentimiento de temor por el otro.

Las sociedades democráticas modernas, las cuales fomentan los valores de la igualdad y de la libertad entre los hombres, no sólo han disminuido y limitado el poder político del Estado —es decir, cualquier forma de poder político que no sea el reflejo de la voluntad general o de la sociedad civil—, sino que incluso, según la tesis de Hannah Arendt, han conducido a la destrucción del sentido del concepto de «autoridad» tal como la entendían los romanos,33 como un aumento del poder o un «superpoder» que no implicaba el empleo de la fuerza o de la violencia, sino el reconocimiento por parte de la república o del pueblo de una autoridad superior que remitía a la fundadores de la ciudad y a sus valores ancestrales. En el siguiente apartado analizaremos la nueva figura del escritor como vocación, en un mundo desencantado, confrontado al dilema moderno entre el político y el científico según la tesis de Weber. Nos fijaremos en dos casos concretos: Jean Paul Sartre y Claude Lévi-Strauss.

El escritor y el científico. Sartre y Lévi-Strauss


Como sostiene Antoine Compagnon, la literatura de los siglos XVIII y XIX puede ser entendida como un momento transitorio e intermedio entre el declive de la religión y el triunfo de la ciencia: «Después de la decadencia de la religión y antes del apoteosis de la ciencia, en el interregno, se esperaba que la literatura, aunque fuera provisionalmente, y gracias a los estudios literarios, se encargaría de aportar una moral social».34 El escritor moderno que asume esta misión de proclamar la moral de su tiempo, entre otros autores, es Jean Paul Sartre, filósofo existencialista francés del siglo XX, que se opone a las ciencias humanas destructoras la concepción del hombre como sujeto libre de cualquier determinismo social o natural, tal como sostienen las ciencias sociales o la etnología de Lévi-Strauss. La tesis que sostiene Jean-Paul Sartre en su obra El existencialismo es un humanismo, es precisamente un alegato a favor de la libertad humana no sujeta a ningún tipo de determinismo de carácter natural o cultural. En una postura filosófica próxima a la de Pico de la Mirandola, Jean Paul Sartre afirma que el hombre se define precisamente por carecer de naturaleza.35 En cambio, desde una de las ciencias humanas, la etnología, Claude Lévi-Strauss abandona la idea de un sujeto libre, en el sentido sartriano, como creador absoluto de sus propios valores y de su propia cultura. Sartre representa al escritor que concibe la literatura y la filosofía como una acción o un compromiso político, es decir, desde la libertad moral del individuo, mientras que Lévi-Strauss representa al hombre de ciencia en el sentido de Weber.

Lévi-Strauss, en su entrevista con Didier Éribon, traza con justo criterio la distinción entre la filosofía de Merleau Ponty y la de Sartre, expresando su preferencia por el primero:

 

Merleau Ponty creía evidentemente en el pensamiento filosófico. Él quería, incluso, os lo he contado, restaurar “la gran filosofía”. Pero entre Sartre y él había una diferencia: Sartre hacía de la filosofía un mundo cerrado. Aparte de los combates políticos, ignoraba totalmente lo que pasaba fuera, sobre todo en el plano científico al que Merleau Ponty, por el contrario, estaba muy atento. Él tenía una curiosidad que le faltaba a Sartre.36

 

Lévi-Strauss toma una decisión respecto al dilema entre el político y el científico, tal como lo plantea Weber; se inclina por la ciencia, aunque con ello no le quita valor al ámbito político, sino que considera que la ciencia no debe intervenir en cuestiones de política, y en este punto concreto coincide con Weber.

Lévi- Strauss no rechaza la esfera política en cuanto tal, sino que, al igual que Weber, defiende la separación entre la política y la ciencia, tal como hiciera Benda en el debate sobre el caso Dreyfus en Francia:

 

Max Weber habría suscrito las fórmulas que Benda utilizaba en el momento del affaire Dreyfus: en cuanto intelectual, yo defiendo la verdad, es decir, proclamo la inocencia de Dreyfus, pero que no se diga que estoy sirviendo así a la patria o al ejército. Muy al contrario, al comprometer el prestigio del Estado Mayor, estoy poniendo en peligro la necesaria autoridad de los jefes militares. Yo soy, sin embargo, responsable de la verdad, no del poderío francés.37

 

La verdad que proclama Benda, y que tiene un valor universal, en la medida en que se apoya en la razón, sin embargo, se opone a otro valor, el bien de la nación francesa. Weber en su defensa de la pluralidad de los valores como algo insuperable por parte de la razón, esgrime el conflicto entre los valores, y la disgregación o separación entre el bien, la verdad, y la belleza.38 Lévi-Strauss considera que como científico sólo tiene como fin la verdad; no obstante, él escribe en 1952 un texto titulado Raza e Historia, lo cual supuso, en palabras de Éribon, abandonar la perspectiva puramente etnológica para situarse en un plano que podríamos llamar «político».39 Hemos insistido en los puntos que distinguen a Sartre de Lévi-Strauss:40 el primero reivindica la figura del sujeto, mientras el segundo se propone, por el contrario, disolver al hombre —es decir, la idea de hombre tal como fue proclamado por Descartes y por la Revolución francesa, como dueño y señor de la naturaleza y como creador de sus valores—.41 Para concluir, examinaremos algunos puntos en común entre Sartre y Lévi-Strauss: ambos afirman el insuperable conflicto entre los valores, la impotencia de la ciencia y de la razón para resolver las grandes cuestiones últimas del hombre. Además, los dos autores coinciden en enfrentar este dilema de la cultura moderna a través de la escritura, pues ambos se convirtieron en escritores y asumieron con valor la profesión de escritor en un mundo desencantado.

Lévi-Strauss interpreta su obra como científica, a pesar de que algunos autores, como Cliffort Geertz, han explorado una interpretación simbólica y literaria de la obra del etnólogo francés.42 Tanto Sartre como Lévi-Strauss desarrollan la profesión de escritor en un siglo que terminará por afirmar la muerte del autor y de la relación simbólica entre el autor y su obra.43 Sartre afirma, sin embargo, la posibilidad de llegar a la conciencia «profunda» del autor a través de su obra.44 Por otra parte, la finalidad propia de la literatura para Sartre no es tanto la escritura o la producción de la obra sino la lectura, es decir, la recepción de la obra.45

Sartre se opone tanto a la concepción religiosa como a la concepción estética de la literatura: rechaza la concepción de la literatura como heredera de la visión religiosa (trascendencia),46 y la concepción de la literatura centrada en la teoría del símbolo o del arquetipo, cuyo único centro son las palabras.47 No obstante, en su novela (autobiográfica) Las Palabras, Sartre se aproxima a una visión «autotélica» de la literatura, sin otro fin que ella misma, sin ninguna función didáctica o trascendente: «La escritura, mi trabajo negro, no remitía a nada y, de golpe, se tomaba a sí misma como fin: yo escribía por escribir. No me arrepiento: si fuera leído, trataría de agradar, volvía a ser maravilloso. Clandestino, yo era verdadero».48 Y más adelante, Sartre confiesa que su vida giraba en torno al lenguaje (escrito): «Por haber descubierto el mundo a través del lenguaje, he confundido por mucho tiempo el lenguaje con el mundo».49

La obra de Lévi-Strauss se ha centrado primordialmente en el poder «simbólico» del lenguaje, en el sentido de Baudelaire.50 La influencia de la poesía y de la literatura simbolista en Lévi-Strauss ha sido objeto de numerosos estudios51, lo cual, como observa muy justamente Geertz, se percibe de manera notoria en su obra más claramente literaria Tristes trópicos:

 

Que Lévi-Strauss está preocupado por situarse a sí mismo y situar su texto en la tradición literaria establecida por Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, y –aunque, hasta donde puede recordar, no lo menciona ni una sola vez en Tristes trópicos- especialmente Proust, es algo que claramente se desprende del modo en que escribe, de lo que escribe, y de lo que dice estar preocupado por hacer: descifrar, y al descifrar, recobrar el poder usar la sensual imaginería del pensamiento neolítico […] El libro es un registro del encuentro entre una mentalidad simbolista (la francesa) y otras mentalidades igualmente simbolistas (bororo, caduceo, nambikwara).52

 

¿Podemos afirmar que Lévi-Strauss y Sartre representan de algún modo el dilema moderno del político y del científico tal como lo plantea Max Weber? Como sabía muy bien Weber, nunca se dan los tipos ideales de manera perfecta en la realidad. Sin embargo, es destacable la total entrega de estos autores a su propia vocación: ambos se convirtieron en escritores y como tales asumieron la profesión de escritores ya descrita por Elías Canetti:

 

El escritor está más próximo del mundo si lleva en su interior un caos; pero a la vez se siente, y éste ha sido nuestro punto de partida, responsable de dicho caos; no lo aprueba, no se encuentra a gusto en él ni se considera un genio por haber dado cabida a tantos elementos contrapuestos y sin ilación entre sí; aborrece el caos y no pierde la esperanza de superarlo tanto por él como por los demás.53

 

Sartre, en su exaltación del Cogito (aunque sea para rebajarlo) se aproxima a Descartes, mientras que Lévi-Strauss se acerca más al escepticismo de Montaigne.54 Lévi-Strauss no logra superar el conflicto entre los valores y, al igual que Baudelaire y Montaigne, se mantiene firme y trata de extraer algún orden provisional que finalmente nos lleva a la constatación del sinsentido de todas las empresas humanas.

 

NOTAS

 

1. Mesure, Sylvie y Renaut, Alain, La guerre des dieux, Essais sur la Querrelle des Valeurs, Grasset, 1996, pp.10-17.

2. Weber, Max, El político y el científico, Introducción de Raymond Aron, Alianza Editorial, 1987, p. 207.

3. Sobre la distinción entre «juicios de valor»  y «relación con los valores» en el pensamiento de Max Weber, véase la introducción de Raymond Aron a El político y el científico, op. cit., p. 12: «El vínculo entre la ciencia y la política de Max Weber aparece igualmente estrecho si se considera el otro aspecto: referencia a los valores en el caso de la ciencia, afirmación de los valores en el de la acción».

4. Véase Lefort, Claude, «Hannah Arendt y la cuestión de lo político», en Birulés, Fina (comp.), Hannah Arendt, El orgullo de pensar, Gedisa, 2000, pp. 138-139: «No se puede insistir lo bastante en la idea de que los seres humanos se definen y se aprehenden mutuamente como iguales al participar en este espacio político, al acceder a la visibilidad en un escenario público (…) Según H. Arendt, también habría una relación muy estrecha entre igualdad y visibilidad. (…) La falta de igualdad y la invisibilidad van de la mano».

5. Véase la comparación que desarrolla J. Habermas entre la idea de poder en Hannah Arendt y en Max Weber en Habermas, Jünger, Perfiles Filosófico-Políticos, Taurus, 1975, pp. 205-222. Véase también Ricoeur, Paul, Lectures 1, Autour du politique, Seuil, 1991, pp.15-66. En su obra El Político y el científico, Weber define el poder del Estado moderno como un medio que consiste en el uso legítimo de la violencia: «Por política entenderemos solamente la dirección o la influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro tiempo, de un Estado. (…) Dicho Estado sólo es definible sociológicamente por referencia a un medio específico que él, como toda asociación política, posee: “Todo Estado está fundado en la violencia”, dijo Trotsky en Brest-Litowsk. Objetivamente esto es cierto. Si solamente existieran configuraciones sociales que ignorasen el medio de la violencia habría desaparecido el concepto de “Estado” y se habría instaurado lo que, en este sentido específico, llamaríamos “anarquía”. La violencia no es, naturalmente, ni el medio normal ni el único medio de que el Estado se vale, pero sí es su medio específico» (Weber, Max, El político y el científico, op. cit., pp. 82-83).

6. Aron, Raymond, Introducción a El político y el científico, op. cit., p. 10: «No dejó jamás de subrayar que la política no tenía nada que hacer en las aulas, repitió continuamente que las virtudes del político son incompatibles con las del hombre de ciencia». Véase también Arendt, Hannah, La condición humana, Paidós, 2005.

7. Weber, como sostiene Aron, afirma que el político se orienta fundamentalmente por la ética de la responsabilidad, mientras que el científico, por la ética de la convicción. «Tenemos que ver con claridad que toda acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas: puede orientarse conforme a la “ética de la convicción” o conforme a la “ética de la responsabilidad” (“Gesinnungsethisch” oder “Verantwortungsethisch) No es que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad o la ética de la responsabilidad a la falta de convicción. No se trata en absoluto de eso. Pero sí hay una diferencia abismal entre obrar según la máxima de una ética de la convicción, tal como ordena (religiosamente hablando) “el cristiano obra bien y deja el resultado en manos de Dios”, o según la máxima de la ética de la responsabilidad, como la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción» (Weber, Max, El político y el científico, op. cit., pp. 163-164). Weber no ve las dos éticas como absolutamente incompatibles en el ámbito de lo político: «la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener “vocación política”». (Weber, Max, El político y el científico, op. cit., p. 176).

8. Véase Mesure, Sylvie y Renaut, Alain, La guerre des dieux, op. cit., y Raynaud, Philippe, Max Weber et les dilemmes de la raison moderne, PUF, 1987.

9. Mesure, Sylvie y Renaut, Alain, La guerre des dieux, op. cit., p. 16.

10. Weber, Max, El político y el científico, op. cit., pp. 223-224. En su obra Ensayos sobre sociología de la Religión, Weber analiza las diferentes formas de racionalización en el mundo occidental y no occidental que no permiten el acceso a una forma universal de racionalidad, sino a una situación trágica en la que cada religión o ética es incapaz por sí misma de percibir o de reconocer la racionalidad de otras éticas o culturas: «Pues es evidente que, en todos los casos mencionados, se trata de un “racionalismo” de tipo especial de la cultura occidental. Ahora bien, esta palabra puede significar cosas harto diversas, como se pondrá de relieve en las páginas siguientes. Hay, por ejemplo, “racionalizaciones” de la contemplación mística, es decir, de una actividad que, vista desde otros ámbitos de la vida, es específicamente “irracional”, igual que hay racionalizaciones de la economía, de la técnica, del trabajo científico, de la educación, de la guerra, de la justicia y de la administración. Además, cada uno de estos ámbitos puede “racionalizarse” desde puntos de vista y objetivos últimos de la mayor diversidad, y lo que visto desde uno es “racional” puede ser “irracional” visto desde el otro» (Weber, Max, Ensayos sobre Sociología de la Religión, I, Taurus, 1987, pp. 20-21).

11. Ibid: «El destino de nuestro tiempo, racionalizado e intelectualizado y, sobre todo, desmitificador del mundo, es el de que precisamente los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública y se han retirado, o bien al reino ultraterreno de la vida mística, o bien en la fraternidad de las relaciones inmediatas de los individuos entre sí». Véase también Gauchet, Marcel, Le Désenchantement du Monde, Une Histoire Politique de la Religion, Gallimard, 1985.

12. Mesure, Sylvie y Renaut, Alain, La guerre des dieux, op. cit., pp. 90-91.

13. Trías, Eugenio, Drama e Identidad, Destino, 2002, p. 32: «Todo drama implica, en efecto, una orientación o dirección hacia un fin. Una teleología, un trayecto. Para que ello sea posible, ha de existir asimismo un punto de partida. Y para que haya un punto de partida, trayecto y finalidad (planteamiento, nudo y desenlace), ha de existir una estructura formal que posibilite ese despliegue. Dicha estructura formal debe poseer un requisito fundamental: debe ser una estructura centrada, debe girar en torno a un centro. Ese centro irrumpe en el planteamiento, se abandona en el nudo conflictivo, se recupera en el desenlace».

14. Ibid., p. 93.

15. Arendt, Hannah, La Condición Humana, Paidos, 2005. p. 114.

16. Arendt, Hannah, La vida del Espíritu, El pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política, Centro de estudios Constitucionales, 1984, p. 11.

17. Véase Finkielkraut, Alain, La Derrota del pensamiento, Anagrama, 2000.

18. Véase, Bénichou, Paul, Le Sacre de l’écrivain 1750-1830. Essais sur l’avènement d’un pouvoir spirituel laïque dans la France moderne, José Corti, 1973. (Trad. castellana: Bénichou, Paul, La Coronación del escritor 1750-1830, Ensayo sobre el advenimiento de un poder espiritual laico en la Francia moderna, FCE, 1981.)

19. Todorov, Tzvetan, Le Jardin Imparfait, La Pensée Humaniste en France, Grasset, 1998, pp. 250-251. (Trad. castellana: Todorov, Tzvetan, El Jardín Imperfecto, Luces y sombras del pensamiento humanista, Paidós, 2008.)

20. Todorov, Tzvetan, “La literatura como hecho y valor (entrevista con Paul Bénichou)”, en Crítica de la crítica, Paidos, 1991.

21. Todorov, Tzvetan, Crítica de la crítica, op. cit., pp. 117-120.

22. Bénichou, Paul, Morales du grand siècle, Gallimard, 1994, p. 9-14. (Trad. Castellana: Bénichou, Paul, Imágenes del hombre en el clasicismo francés, F.C.E., 1984.)

23. «En 1926, Julien Benda publica La trahisons des clercs. Su tema: “El cataclismo de los conceptos morales en quienes educan al mundo”. Benda se preocupa por el entusiasmo que la Europa pensante profesa desde hace cierto tiempo por las profundidades misteriosas del alma colectiva. Denuncia la alegría con la que los servidores de la actividad intelectual, en contradicción con su vocación milenaria, desprecian el sentimiento de lo universal y glorifican los particularismos (…) Esta transmutación de la cultura en mi cultura es para Benda el distintivo de la era moderna, su contribución insustituible y fatídica a la historia moral de la humanidad. La cultura: el ámbito en el que se desarrolla la actividad espiritual y creadora del hombre. Mi cultura: el espíritu del pueblo al que pertenezco y que impregna a la vez mi pensamiento más elevado y los gestos más sencillos de mi existencia cotidiana. Este segundo significado de la cultura es, como el propio Benda indica, un legado del romanticismo alemán. El concepto de Volksgeist, es decir, de genio nacional, hace su aparición en 1774, en el libro de Herder Otra filosofía de la historia».

24. «Pluricultural: palabra clave de la batalla emprendida contra la defensa de la integridad étnica; concepto fundamental que opone a la monotonía de un paisaje homogéneo el sabor y las virtudes de la diversidad. Pero cuidado. Por más acusadas que sean las divergencias y tensas las relaciones, los dos campos profesan el mismo relativismo. Los credos se oponen, pero no las visiones del mundo: unos y otros perciben las culturas como totalidades englobantes y dan la última palabra a su multiplicidad» (Finkielkraut, Alain, La derrota del pensamiento, op., cit., p. 96). Finkielkraut afirma que el pluriculturalismo implica la desaparición de los dreyfusards, que eran partidarios de los valores universales.

25. Véase Tocqueville, Alexis, La democracia en América, Alianza, 2 vols., 2002. Finkielkraut, se opone al individualismo que promueven las sociedades democráticas, en la medida en que el individuo de las sociedades democráticas ya no es capaz de percibir ninguna trascendencia por encima de él, ningún valor superior, ningún deber sagrado ni ninguna tradición que le preceda: «A diferencia de las demás figuras catalogadas de lo humano, el hombre democrático se concibe a sí mismo como un ser independiente, como un átomo social: separado a la vez de sus antepasados, de sus contemporáneos, y de sus descendientes, se preocupa, en primer lugar, de proveer a sus necesidades privadas y se pretende igual al resto de los hombres» (Finkielkraut, Alain, La derrota del pensamiento, op. cit., p. 126).

26. Renaut, Alain, L’individu, Réflexions sur la philosophie du sujet, Hatier, 1995.

27. Renaut, Alain,  “La barbarie individualiste: Alain Finkielkraut”, en L’individu, Réflexions sur la philosophie du sujet, op. cit., pp. 39-55.

28. «“Todas las culturas son igualmente legítimas y todo es cultural”, afirman al unísono los niños mimados de la sociedad de la abundancia y los detractores de occidente. Y ese lenguaje común ampara dos programas rigurosamente antinómicos. La filosofía de la descolonización asume por su cuenta el anatema arrojado sobre el arte y el pensamiento por los populistas rusos del siglo XIX: “un par de botas vale más que Shakespeare”: además de su superioridad evangélica, además del hecho, en otras palabras, de que protegen a los desdichados contra el frío más eficazmente que una pieza isabelina, las botas por lo menos, no mienten; se presentan de entrada como lo que son: modestas emanaciones de una cultura concreta, en lugar de disimular piadosamente, como hacen las obras maestras oficiales, su orígenes, y de obligar a todos los hombres al respeto. Y esta humildad es un ejemplo: si no quiere perseverar en la impostura, el arte debe dar la espalda a Shakespeare, y aproximarse, lo más posible, al par de botas”» (Finkielkraut, Alain, La Derrota del pensamiento, op. cit., p. 116).

29. Renaut, Alain, L’individu, Réflexions sur la philosophie du sujet, op.cit., p.

30. Véase Arendt, Hannah, «Qu’est-ce que l’autorité?» en La crise de la culture, Gallimard, 1972, pp. 121-185. Véase también Renaut, Alain, La fin de l’autorité, Flammarion, 2004, pp. 41- 88.

31. Sennet, Richard, El Respeto, Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad, Anagrama, 2003, p. 36.

32. Sennet, Richard, La Autoridad, Alianza, 1982, p. 33.

33. «Hannah Arendt lo recuerda con sagacidad, la manera en que los romanos habían inventado el término auctoritas (…) en virtud de la cual la autoridad susceptible de ser siempre concebida como derivando de aquella, inscrita en el nacimiento mismo de Roma, de esos majores, de sus más mayores entre los grandes entre los grandes que eran los fundadores de la ciudad. La autoridad, a diferencia del simple poder (potestas), se arraigaba en el pasado, pero en un pasado que permanece presente en la memoria de los ciudadanos (…) La formula que mejor lo atestigua es la de Cicerón que define, en su De Legibus, el papel del senado en la República: “Mientras que el poder (potestas) reside en el pueblo, es en el Senado donde reside la autoridad (auctoritas)». (Lugar citado, Renaut, Alain, La fin de l’autorité, op. cit., p. 49-50.)

34. Compagnon, Antoine, Le demon de la théorie, Littérature et sens comun, Seuil. 1998, p. 38.

35. Véase Finkielkraut, Alain, L’humanité perdue, Essais sur le XXª Siècle, Seuil, 1996, p. 48-49: «Lo que distingue a Sartre de Pico de la Mirandola, no es tanto el contenido del pensamiento como la disposición del alma (…) con Sartre, el cambio de clima es radical: ninguna promesa de grandeza en su discurso, sino la puesta en evidencia de una condición ineluctable. El hombre, dice, está destinado a la libertad, ¡Y no es divertido todos los días! La prueba: sueña con ser dispensado de este privilegio, busca por todos los medios a desembarazarse del incómodo regalo que le hizo el Dios distraído de Pico de la Mirandola».

36. Lévi-Strauss, Claude y Éribon, Didier, De près et de loin, Édition Odile Jacob, 1996, p. 167.

37. Weber, Max, El político y el científico, op. cit., p. 60.

38. «También sabemos que algo puede ser bello, no sólo aunque no sea bueno, sino justamente por aquello por lo que no lo es. Lo hemos vuelto a saber con Nietzsche y, además, lo hemos visto realizado en Las Flores del Mal, como Baudelaire tituló su libro de poemas. Por último, pertenece a la sabiduría cotidiana la verdad de que algo puede ser verdadero aunque no sea ni bello, ni sagrado, ni bueno. No obstante, éstos no son sino los casos más elementales de esa contienda que entre sí sostienen los dioses de los distintos sistemas y valores.» (Weber, Max, El político y el científico, op. cit., p. 216).

39. Lévi-Strauss, Claude y Éribon, Didier, De près et de loin, op. cit., p. 204 y ss. Sobre el texto de Lévi-Strauss «Raza e Historia», en Anthropologie Structurale II, Plon, 1973, y en torno al texto de Lévi-Strauss «Raza y Cultura», en Le Regard Éloigné, Plon, 1983. Véase Finkielkraut, Alain, La Derrota del pensamiento, op. cit., pp. 55-70.

40. El último capítulo de El Pensamiento Salvaje de Lévi-Strauss es una polémica con Sartre en torno la figura del sujeto. Véase Lévi-Strauss, «Histoire et Dialectique» en La Pensée Sauvage, Plon, 1962, pp. 292-321: «De hecho, Sartre acaba prisionero de su propio Cogito: el de Descartes permitía acceder a lo universal, pero a condición de seguir siendo psicológico e individual; al sociologizar al Cogito, Sartre cambia solamente de prisión». (Lévi-Strauss, La Pensée Sauvage, op. cit., p. 297).

41. «En el vocabulario de Sartre, nos definimos por tanto como materialistas trascendentales y como estetas. Materialistas trascendentales porque la razón dialéctica no es para nosotros otra cosa que la razón analítica (…) Estetas, pues Sartre aplica este término a quien pretende estudiar a los hombres como si fueran hormigas (…) aceptamos por tanto el calificativo de estetas, en la medida en que creemos que el fin último de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo» (Lévi-Strauss, La pensée Sauvage, op. cit., p. 294).

42. Geertz, Cliffort, «El mundo en un texto, Cómo leer “Tristes trópicos”» en El Antropólogo como autor, Paidos, 1997, p. 38: «la principal razón para abordar a Lévi-Strauss desde un punto de vista literario no es la de tipo exagético que el propio estructuralismo facilitó, sino el que sus obras, y Tristes Trópicos en particular, constituyen excelentes ejemplos para practicar ese tipo de mirada».

43. Véase Compagnon, Antoine, «La tesis de la muerte del autor», en Le démon de la théorie, op. cit., p. 54: «Foucault ha pronunciado en 1969 una célebre conferencia titulada “¿Qué es un autor?”, y Barthes había publicado en 1968 un artículo cuyo título llamativo “La muerte del autor”, se ha convertido, a los ojos de sus partidarios como de sus adversarios, en el slogan antihumanista de la ciencia del texto».

44. Compagnon, Antoine, Le démon de la Théorie, op. cit., pp. 73-74: «Es el caso de toda crítica denominada de la conciencia, la escuela de Ginebra, asociada a Georges Poulet de manera notable. Este planteamiento exige empatía e identificación por parte del crítico para comprender la obra, es decir, para ir al encuentro del otro, del autor, a través de su obra, como conciencia profunda. Se trata de reproducir el movimiento de la inspiración, de revivir el proyecto creador, o incluso de reencontrar lo que Sartre llamaba “El proyecto original” en el Ser y la Nada, haciendo de cada vida un todo, un conjunto coherente y orientado, como lo había trazado en Baudelaire y en Flaubert».

45. «En ¿Qué es la Literatura?, Sartre vulgariza en estos términos la versión fenomenológica del rol del lector: “El acto creador no es sino un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor existiera solo, podría escribir todo cuanto quisiera, jamás su obra vería el día y sería preciso que dejara su pluma o desesperara. Pero la operación de escribir implica la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos requieren de dos agentes distintos.”» (Lugar citado, Compagnon, Antoine, Le démon de la Théorie, op. cit., pp. 170-171). Véase también De Aguiar e Silva, Vítor Manuel, Teoría de la Literatura, Gredos, 1996, pp. 79-83.

46. Paul Ricoeur analiza la obra de Frank Kermode El sentido de un final, en la cual el autor relaciona la literatura occidental con el modelo temporal de la escatología de la religión cristiana: «Kermode se interesa por el mito del Apocalipsis que, en la tradición de Occidente ha contribuido más que ninguna otra tradición, a estructurar sus expectativas, a fin de dar al término de ficción una amplitud que desborda el dominio de la ficción literaria (…) ¿El Apocalipsis no es primero un modelo de mundo, mientras que la Poética de Aristóteles no propone sino el modelo de una obra verbal?» (Ricoeur, Paul, Temps et Récit, 2. La configuration dans le récit de fiction, Seuil, 1984, p. 46).

47. Paul Ricoeur analiza la obra de Northrop Frye titulada Anatomía de la Crítica donde se considera la literatura como un mundo de símbolos que tienen su propio centro en las palabras: «No hay duda que toda la empresa de Northrop Frye está suspendida en la tesis de que todo orden arquetípico reenvía a un “centro del orden de las palabras” “center of the order of words”» (Ricoeur, Paul, Temps et Récit, 2. La configuration dans le récit de fiction, op. cit., p. 38).

48. Sartre, Jean Paul, Les Mots, Gallimard, 1972, p. 149.

49. Ibidem.

50. Véase Jacobson, Roman, Lévi-Strauss, Claude, «“Les Chats” de Charles Baudelaire», en Jacobson, Roman, Questions de Poétiques, Seuil, 1973 (Lugar citado, en Compagnon, Antoine, Le démon de la Théorie, op. cit., pp. 82-87).

51. Véase Boon, J. From Symbolism to Structuralism: Lévi-Strauss and Literary Tradition, Oxford, 1972 (Lugar citado en Geertz, Cliffort, El Antropólogo como autor, op. cit., p. 51).

52. Geertz, Cliffort, El Antropólogo como autor, op. cit, pp. 52-53.

53. Canetti, Elías, «La profesión de escritor», en La Conciencia de las Palabras, F.C.E., 1982, p. 360.

54. Véase Lévi-Strauss, Claude, «En relisant Montaigne», en Histoire de Lynx, Plon, 1991, p. 286: «Que Montaigne sea un escéptico integral, he aquí algo que parece incontestable (….) “Nosotros no tenemos ninguna comunicación con el ser”: todo se resume en estas palabras decisivas que no dejamos de citar. Y convencidos de esta carencia, ni siquiera sabemos si este saber que se niega a sí mismo sea realmente un saber».